BAJO LA LLUVIA SE RESPIRA MEJOR.
Salgo del portal y el frío helado me abofetea en un intento de hacerme despertar. La neblina se ha apoderado de la mayoría de las azoteas que habitan en la rambla y el viento me empuja hacia atrás ralentizando mi paso. Todavía me pregunto por qué accedí a verla. ¿Me reconocerá? Ya no soy aquel muchacho escuálido con el rostro salpicado de acné juvenil. Ahora la mitad de mi faz está invadida por una fina barba que cuido con sumo detalle, además, gracias a los diversos deportes que practico por diversión también soy más fuerte.
Supongo que sí lo hará, que a un hijo se le reconoce incluso bajo el disfraz más elaborado. Por mi parte, nunca he conseguido olvidarla a pesar de haberlo intentado durante los primeros años tras mi partida. Me detengo frente a la entrada de la cafetería que he escogido como testigo de nuestro encuentro. Todavía es temprano, pero he preferido venir con tiempo, sé que entrar no me va a resultar nada sencillo.
Las primeras gotas de una lluvia anunciada empiezan a caer, al igual que las hojas de los árboles que, al desprenderse, dejan sus ramas al descubierto. Así es como me siento ahora mismo, expuesto, indefenso, sin saber muy bien cómo actuar. Por un momento estoy tentado de dar la vuelta y volver a meterme bajo del nórdico con mi preciosa mujer pero, el olor a café recién hecho me arrastra hasta la puerta. Cuando me decido a entrar, veo a una señora sentada al fondo, de espaldas, en el lugar que ocupo las tardes que me sumerjo en mis correcciones a golpe de café. Es la mesa más retirada, la más íntima y además la única que dispone de una pequeña lámpara de pie antigua, de esas que tienen flecos y dan una luz tenue, seguramente por ser la más próxima a una estantería repleta de libros. Este lugar se ha convertido en mi refugio y en el escenario perfecto para esta incómoda velada. Doy unos pasos sin saber muy bien hacia donde ir cuando la ladrona de mesas se gira hacia mí y la reconozco al instante. El paso del tiempo se ha portado bien con ella,aunque en su cara hay más arrugas y sus ojos siguen igual de tristes que cuando me fui.
—Hola, Mateo. —Veo como su rostro se ilumina al verme y sus ojos se humedecen lo justo para no derramar una lágrima.
—Hola.
Noto como mi corazón se acelera rápidamente, no la esperaba tan pronto, y todo el rencor que me ha acompañado durante más de diez años parece haber perdido fuerza. Ocupo nervioso el asiento que queda libre. Todo el discurso que tenía preparado desde que acordamos este reencuentro se amontona en mi cabeza mezclando todos mis pensamientos y haciendo una bola con ellos.
—Qué guapo estás.
Sus palabras salen despacio, con prudencia, incluso diría que acompañadas de un poco de temor. De pronto su semblante se oscurece y mira pensativa mis manos intranquilas mientras comienza su discurso:
—No sabes cuánto te he echado de menos. Pensé que quizás nunca más volvería a hacer esto contigo y por si ésta fuera la última vez déjame que te explique.
—Adelante, a eso hemos venido —digo con cierta prepotencia impropia de mí.
Ella respira profundamente, cogiendo aire por la nariz con fuerza como preparándose para una derrota anunciada.
—Cuando murió tu padre, una parte de mí se fue con él. Al principio la tristeza se adueñó de esos primeros días,cada noche deseaba que al despertar todo hubiera sido un mal sueño. No dormía, no comía y me aferraba a su recuerdo con fuerza porque no estaba preparada para dejarlo ir, pero al poco tiempo esa tristeza se transformó en enfado.
»Cogí la mala costumbre de recitar reproches cada vez que me iba a dormir, como quien reza todas las noches, pero con la diferencia de que en mis palabras no había un ápice de agradecimiento. Era incapaz de aceptar que me había dejado sola, que se había ido para no volver. Por entonces tú eras todavía un niño. Entiéndeme, hay problemas que son demasiado grandes, tanto que hacen que los adolescentes sean todavía niños a ojos de los adultos que les rodean. No quise que fueras mi salvavidas, siempre te he querido demasiado como para cargarte con esa responsabilidad.
—Me abandonaste, me dejaste solo cuando más lo necesitaba —respondo con rabia.
—Lo siento, Mateo, mi única excusa es decirte que lo hice lo mejor que supe. Jamás quise que nos separáramos, jamás.
—Entonces, ¿por qué me apartaste? —digo con rencor.
—No quería hacerte daño. Era incapaz de mantenerme a flote —dice con cierto enfado hacia ella misma—. Todo se derrumbó para mí y pensé que si te arrastraba conmigo acabaríamos hundidos los dos.
Sus palabras me atraviesan el alma. No puedo dejar de sentirme identificado con ese dolor que por lo que veo todavía sigue vivo. Hay heridas que no se curan con el tiempo, sino que cicatrizan en nuestra alma y sangran de vez en cuando, haciendo que nunca se vayan del todo.
Aunque me pese me he convertido en un adulto sensible y empático y reconozco que esta conversación pendiente nada tiene que ver con lo que siempre me había imaginado.
Sus palabras me hacen viajar a aquellos días en los que sin saber por qué nos perdimos, pero esta vez no eran mis ojos los que explicaban la historia, eran los suyos; y el sentimiento que seguramente la acompañó durante aquellos días se estaba adueñando de mí.
—No tienes que justificarte —respondo resignado.
—Sí tengo que hacerlo, Mateo. Necesito que comprendas cómo me sentía porque fue justamente por todo lo que estaba pasando que Jordi apareció. Él se convirtió en mi salvavidas. Tuve la suerte de caer en brazos de un hombre amable que muchas veces no solo me acompañaba, sino que incluso lloraba conmigo la muerte del amor de mi vida.
Hacía mucho tiempo que no escuchaba ese nombre y a pesar de sentir que yo tampoco he sido justo con la situación, no puedo evitar que la rabia se apodere de mí de nuevo.
—Lo sé, mamá, sé que no debería reprocharte nada, pero no sería sincero contigo ni conmigo mismo si te dijera que te entiendo. Me abandonaste, me dejaste solo cuando más te necesitaba.
Hay personas que tienen que lidiar con sus fantasmas, esos que te rompen un poco por dentro y que de vez en cuando salen a pasear para que no olvides que siguen ahí. Yo soy una de esas personas, pero ahora, cuando los reproches se apoderan de mí, no puedo evitar sentirme culpable después de escupirlos.
—La pérdida de papá fue muy dura para mí. De pronto mi vida se desmoronó y no solo debía superar su partida, sino que, además, tuve que luchar por derribar el muro que levantaste entre nosotros. Y después llegó él. La única persona con la que querías compartir todos esos secretos que guardabas conmigo. No fue justo.
—Lo sé y por ello te pido perdón. No te imaginas las veces que he soñado con volver atrás para hacer las cosas de otro modo. No supe hacerlo mejor.
La mujer que tengo delante nada tiene que ver con la mujer que fue cuando éramos una familia. Fuerte, de carácter alegre y mirada infinita. Amaba la vida y sus ojos estaban llenos de ilusiones, unas ilusiones que tras el accidente se desvanecieron para siempre.
Nos quedamos en silencio contemplando la enorme estantería repleta de libros que hay a nuestro lado, inmersos en nuestros pensamientos.
—¿Recuerdas cuando abrieron aquella librería tan grande en el portal del ángel? Los ojos se te pusieron como platos la primera vez que entraste allí.
—Lo recuerdo. —Una leve sonrisa se escapa de mi boca al recordar cómo era yo de pequeño.
—¿Todavía sigues leyendo?
—Más que nunca. En la universidad tienes que estar en constante reciclaje si no quieres quedarte atrás. Las nuevas generaciones con todo esto de la tecnología vienen pisando fuerte.
—Me alegré mucho cuando supe que volvías para trabajar en la Autónoma, cumpliste tu sueño en medio de una temporada que intuyo no debió de ser fácil. Estoy muy orgullosa de ti.
Una oleada de emociones recorre mi cuerpo al escuchar sus últimas palabras y justo en este instante tengo que controlarme para no arrasar con toda la ira contenida estos años y abrazarla.
—¿Y tú? ¿Sigues atendiendo pacientes en sus domicilios? —pregunto con interés.
—Ya no. —Su rostro se apaga todavía un poco más—. No fui capaz de mantener mi trabajo después de que te marcharas. Todo había ido muy deprisa y… bueno… — Sus palabras salían entrecortadas, como con temor a expresar una verdad dolorosa—. Tuve una depresión.
»Durante mucho tiempo fui incapaz de cuidar de nadie, así que me retiré antes de cometer cualquier negligencia médica. Poco después Viki, la vecina que teníamos en la calle Balmes, ¿la recuerdas?
—Claro que sí, cómo olvidarla, era muy buena mujer.
—Y lo sigue siendo. Abrió una pequeña tienda de remiendos y me ofreció trabajar con ella. En cierto modo me salvó la vida.
La veo sonreír levemente mientras frota sus pequeñas manos con nerviosismo por debajo de la mesa.
Hacerse mayor implica muchas cosas, entre ellas desarrollar una empatía que durante la juventud permanece dormida. Observo a la mujer que tengo delante y me doy cuenta de que cada uno de nosotros salió de aquella situación como pudo.
No quiero perderla.
—Mamá. —La miro con los mismos ojos que cuando era niño, con la misma ilusión que se siente cuando sabes que vas a hacer feliz a tu madre por algún motivo importante para ti.
—Dime. —Parece que su rostro cobra un poco más de vida cada vez que la llamo de esa manera.
—Voy a ser padre —confieso la noticia sin pensarlo demasiado y veo cómo su alegría brota incontrolada por cada poro de su piel.
—¡Qué alegría, Mateo!
—Es una niña, la esperamos para septiembre.
—¿Cómo se llamará?
—Alma—respondo emocionado.
—Es un nombre precioso.
—¿Querrás conocerla?
De pronto, esa mujer que hace apenas media hora no se atrevía a mirarme directamente a los ojos se abalanza sobre mí y me atrapa en un abrazo tan cariñoso como esperado.
—Me encantaría.
Comentarios
Publicar un comentario